Mientras robaba comida del huerto de
algún desgraciado, sintió una presencia a su espalda, seguida de un terrible
hedor que le perforaba sus pequeños pulmones como perfora una barrena la madera
podrida; resultaba tan repugnante que habría preferido ser torturado lenta y brutalmente
hasta morir. Al girarse, descubrió a la nauseabunda criatura plantada delante
de él, extendiendo la putrefacción a su alrededor allí donde alcanzaban sus
corruptos tentáculos.
No podría describirse con precisión su
aspecto físico, ya que su cuerpo no parecía seguir ninguna ley euclidiana; era
imposible observar a la criatura sin sentir que el cielo y el propio
firmamento, con todas sus estrellas y planetas, caían con aplomo sobre uno
mismo como lo haría una pesada bota sobre una miserable e insignificante babosa.
Poco puede decirse más allá de que estaba constituida por una absurda masa
informe, más negra que el alquitrán y más oscura que los confines del universo,
a la cual llegaban sus innumerables y repulsivas extremidades, inquietas como
cientos de lombrices confinadas sin escapatoria en un terrario, que contenían,
a su vez, un millar de ojos vacíos e inexpresivos, aparentemente exentos de
vida.
El desdichado ladronzuelo se retorció de
dolor, afligido por la mera visión de la abyecta criatura. Daba la impresión de
que el ente no era tangible, sino que estaba formado por un infame sentimiento:
una especie de mezcla de pura agonía, crueldad y odio, algo que no era
descriptible mediante ningún idioma humano. Este hecho emponzoñó el corazón del
patético observador forzándole a vomitar una y otra vez hasta que no le quedó
nada dentro, hasta que sintió que unas etéreas y gigantescas manos le
estrujaban sus órganos como si escurrieran una fregona sucia. Los ojos, inyectados
en sangre, tenían vida propia, deseosos de escaparse de sus órbitas a causa del
terrible sufrimiento. Su boca, retorcida formando una grotesca mueca, parecía
pretender dar paso libre al alma de su propietario, impaciente por desocupar su
fútil y agónica carcasa.
Entretanto, recordó sorprendido,
mientras gimoteaba en el suelo implorando clemencia a un inexistente dios, las
caras de todos aquellos a los que torturaron hasta arrancarles vil y
satisfactoriamente su último suspiro, él y el resto de sus compañeros. Comprendió
que el inenarrable tormento que estaba padeciendo se debía a aquellos perversos
rituales en los que trató, con éxito, de conseguir la longevidad eterna que
tanto anheló y que tanto dolor causó. Se dio cuenta de ello, precisamente, por
la repentina aparición de esos recuerdos que había enterrado hacía tanto tiempo
en lo más recóndito de su mente. Intentó huir de la insoportable situación en
la que se encontraba refugiándose en ellos, dejando vagar su conciencia por el desconocido
dominio de la memoria.
Recordó cómo planearon los
sanguinolentos rituales tras encontrar aquel libro maldito, cegados por la
ambición de una existencia inmortal; cómo se bañaron entre las vísceras de sus
mutiladas víctimas, engullendo sus almas y glorificando a una entidad desconocida para ellos de la forma descrita
en el pérfido manuscrito; cómo alcanzó aquel éxtasis sobrenatural que le
concedería su más anhelado deseo, tras devorar las espinas dorsales de sus
propios compañeros que le habían ayudado en tan temible hazaña.
Pese
a todo, su mediocre treta se vio interrumpida casi al instante por una enfermiza
y aterradora serie de ruidos que retumbaba dentro de su cabeza, acuchillándole
los sangrantes oídos a medida que los sonidos emergían de la grotesca criatura.
La poca cordura que le restaba fue suficiente para reconocer entre sus propios
gemidos los fonemas que conformaban aquel espantoso idioma, el mismo idioma que
componía el libro maldito. Debido a su escaso conocimiento, el agónico oyente sólo
entendió algunas palabras:
- Guði
þú ka’nggo
eternamente ɔl-árám’átaŋi. Komið ɛkɨ-a-tɨltɨ́l en
tu dios Gnth'äpok ögw’ụg:wụ
fin n-kɨbäínoi días ɛn’kɨbá. Będ’ziesz ɔl-áɨ́tɔ́bɨ́raŋi hijo să
odio.
Aunque, en principio, lo poco que
consiguió descifrar carecía de sentido, el mensaje comenzó rápidamente a cobrar
forma en su cabeza. Cuando comprendió cuál iba a ser su inexorable destino, ya
era demasiado tarde para rogar clemencia –pese a lo banal que habría sido
suplicar indulto al dios del odio-, pues la encarnación de los sentimientos más
bajos y ruines se abalanzó sobre él en un movimiento imposible, absorbiendo
cada parte de su ser y haciéndole desaparecer como lo haría un mago con un
conejo en una chistera.
El dios Gnth'äpok emitió un estremecedor e indescriptible sonido a modo
de carcajada y, mientras se desvanecía de la escena dejando tras de sí un
escenario irremediablemente podrido, dos nuevos ojos se añadieron a los miles
alojados en sus asquerosos tentáculos...
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No hoygans in da house, gracias